Por culpa de la pequeñez de una plaza quedó un hijo sin el reconocimiento de sus padres. Lo que pasó en la placita es reciente pero el encadenamiento de azares que lo propició se enraíza muy lejos en el tiempo.
Sucedió que, por una difícil casualidad, en una isla surgida del océano, en La Palma, la isla bonita de las Canarias, que fue último abrigo para muchos cascarones de vela en viajes hacia lo desconocido, vinieron a coincidir, separadas cien años en su origen, dos raras instituciones empeñadas en llevar más allá los límites del conocimiento.
Desde 1881, en Santa Cruz, capital de la Palma, junto al mar, existe La Cosmológica Palmera, una sociedad nacida para la extensión del saber, heredera del Siglo de las Luces, de los gabinetes y tertulias de ilustrados que movilizaron la sociedad y la cultura desde entonces.
Y desde 1985, en la cumbre de la isla, al borde del precipicio que cierra la Caldera de Taburiente, con el fin de estudiar el universo profundo, miran al cielo los telescopios del Roque de los Muchachos, ahora uno de los observatorios astrofísicos más importantes del mundo.
Sintonizaron las dos instituciones y hubo roce entre sus miembros. Hace poco, con motivo de una colaboración privada, quedó La Cosmológica Palmera preñada del Observatorio del Roque. Vio la luz un exótico híbrido, muy bello, muy a la imagen de su madre. Pero nació con un rasgo del padre que, creyó ella, le afeaba mucho. Acababa de tenerlo en sus manos por primera vez, no controló su disgusto y salieron gestos de su cara y palabras de su boca que hirieron al padre. Era en la Plaza de Borrero, “La Placeta” de Santa Cruz de la Palma, en una mesa al aire libre de uno de los restaurantes que hay allí. Cosas así habrán pasado más veces y se habrán arreglado, Pero en este caso, porque la placita es muy pequeña, se torció tanto la relación entre los padres que acabó en desencuentro.
Un organizador chismoso contó todo esto, dándoselas de conocedor, a algunos de los asistentes a un Curso de Astronomía de visita en La Palma y consiguió que fuera la comidilla de los días siguientes. Al extenderse la curiosidad, repartió, a todo el que quiso, copias en papel del exótico híbrido parido. Allí lo conocí. Se trataba de un escrito que en la cara de un folio, en un lenguaje mitad científico mitad bíblico, resumía quince mil millones de años de sucesos en el universo, incluyendo la aparición de vivos e inteligentes. Llevaba un encabezamiento en mayúsculas que ocupaba todo lo ancho de la hoja. Ponía: LA GÉNESIS DE NUESTRO UNIVERSO SEGÚN SAN BIG BANG.
Parece ser que, hace unos pocos años, una bibliotecaria de La Cosmológica quedó fascinada cuando le hicieron ver que el modelo de universo conocido como Big Bang es el primero de los anales de la cosmología que describe un universo evolutivo, cambiante, un universo con un deslumbrante principio y un intrigante final. Intuyó que había mimbres para una buena historia y concibió su estructura y sus grandes rasgos. Se la contó así, en bruto, a un exobiólogo investigador del Observatorio del Roque, con el que tenía trato, y le pidió que la fecundara de ciencia, pensando en publicarla en la gaceta de la sociedad. Quizás por ser aficionada, no especialista, pensó sin dudar que aunque los detalles pudieran ser complicados, lo esencial debería poder contarse en una página y con claridad. Le mencionó el capítulo primero del Libro del Génesis como modelo y le reveló el título que le daba vueltas en la cabeza, el que, a la postre, terminó encabezando el relato.
Al cabo del tiempo recibió del exobiólogo en mano, un sábado de sol a mediodía, antes de que llegaran las cervezas, las papas y el mojo a la mesa de la Plaza de Borrero, donde habían quedado a comer, este texto:
“En ningún momento, en ningún lugar, explotó un universo muy caliente. Explotó su espacio, su tiempo y su materia. Empezó a contar el tiempo, a estirarse el espacio, a enrarecerse la materia. El universo empezó a enfriarse, día primero.
Cuando la temperatura bajó lo suficiente, las partículas elementales pudieron existir. Cuando bajó más y las partículas elementales pudieron agruparse en átomos, el universo se hizo transparente y la luz pudo viajar, sin estorbos, a través de él. Segundo día.
Se amontonaron los átomos en nubes de gas, en estrellas, planetas y galaxias. Se encendieron lumbreras calientes en un universo cada vez más frío. Desde entonces hubo día y noche. Día tercero.
Al menos en un planeta, en el entorno de una estrella típica, en los remansos de los flujos de energía que la estrella vierte, en interacción con el medio material del que se desgajan, prosperaron complejos sistemas materiales en desequilibrio. Algunos resultaron ser autorreplicantes. Comenzaron los vivos a vivir, día cuarto.
Se multiplicaron los primeros vivos y cambiaron el planeta hasta hacerlo más habitable. Se diversificaron en miríadas de especies que exploraron niveles de complejidad creciente. Aparecieron hierbas, árboles y todos los animales que pueblan las aguas, el suelo y el aire. Quinto día.
En especies animales muy desarrolladas evolucionaron cerebros que alcanzaron la capacidad de construir imágenes de su entorno, de los individuos que los poseen y de sí mismos. Al menos una de esas especies concibió ideas y jugó con ellas para dirigir su acción, construir cosas y más ideas. Nació el entendimiento y esa especie puede ahora, el sexto día, reflexionar sobre el universo que la contiene.
Y el séptimo día, alcanzado su equilibrio, el universo descansará.”
Mientras lo leía, olvidada la comida que ya estaba en la mesa, se encendía la cara de la bibliotecaria disfrutando de su criatura por primera vez. Hasta que, muy bruscamente, cambió su expresión al toparse con una nota final que el exobiólogo había añadido de su puño y letra. Presumiendo de información privilegiada, contaba el chismoso que la nota decía: “Esto sabemos ahora pero no sabemos lo que sabremos mañana. Debe tenerse en cuenta que, a diferencia de las sagradas escrituras, no pretendemos la certeza sino que bregamos en la duda.”
La expresión de placer al leer el relato había sido tan llamativa y fue tan notorio el disgusto al encontrar la nota, que toda la Placeta, en silencio, estaba pendiente de la bibliotecaria cuando dijo: “Lo que no trasluzca un relato no debe iluminarlo una nota al pie”.
Sentó mal al exobiólogo tanta rotundidad y peor le sentó que lo dijera muy alto donde había tanta gente y tan expectante. Todo el mundo lo oyó. La Placeta es muy pequeña y los negocios juntan mucho las mesas allí. Se plantó él en que la nota le parecía muy necesaria y añadió que era lo único verdaderamente suyo que había en la criatura. Ella contestó en seco que el relato estaba completo sin aquel apéndice, sin aquella deformidad. Se enconó la discusión, hicieron todos los de la plaza que volvían a sus conversaciones y se perdió irrecuperable el encanto de aquel mediodía.
Nunca publicó el relato la bibliotecaria, decidida por despecho a no publicar la nota. Olvidó el exobiólogo, regresado a la cumbre del Roque de los Muchachos, al absorbente mundo de los investigadores. Se las arregló el relato para seguir existiendo y empezó a vagar de foro en foro, sin maternidad ni paternidad reconocidas.
Hace unas semanas me encontré con él, por sorpresa, en un blog de cosmología. Se conservaba muy bien. Me alegré de verlo y me emocionó que sobreviviera, que siguiera en pie, entero, sin conocer su origen ni su razón de existir.