Conversación

“Sé perfectamente que antes de entrar en el detalle de las conversaciones que haya tenido con la marquesa, tendría derecho a describir el castillo al que había ido a pasar el otoño […] pero os haré gracia a este respecto. Basta que sepáis que cuando llegué a su casa no encontré a nadie que le acompañara, de lo que me alegré muchísimo. Los dos primeros días no tuvieron nada de particular, transcurridos agotando las novedades de París, de donde yo venía. Pero a continuación tuvieron lugar estas conversaciones de las que voy a informaros. Os las dividiré en noches, porque, efectivamente, no las mantuvimos más que por las noches.”

 (Bernard Le Bouvier de Fontenelle, Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos)

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Había una piscina en la casa que era, aquella tarde, un espejo perfectamente plano. No se movía el aire, no se movía nada de todo el aire que veía. Ninguna hoja delataba un soplo. Estaba sentado en un banco debajo de un naranjo, delante de una mesa de cristal que tenía encima papel, el bolígrafo negro con el que escribo, los palos de regaliz que mordisqueo para engañar las ganas de encender un cigarrito, los cigarritos, una piedra cenicero, una botella de agua y el teléfono móvil que miro de vez en cuando esperando que no suene.

No se movían lo más mínimo las hojas del naranjo ni las del nogal que hay al otro lado de la piscina ni las de la higuera que está junto al brocal del pozo hundido en el fondo del jardín. No se movía la ropa tendida en un balcón alto de una casa del pueblo que el nogal no tapa ni los molinos de álabes de las chimeneas de ventilación que plateban el tejado por encima del balcón ni las nubes que, mucho más arriba, enrojecían por momentos. Estaba poniéndose el sol y reflejaban una luz naranja, difusa, que parecía venir de todos lados, que no hacía sombras, una luz de rodaje, pensada para una tarde de cine.

No había caído ningún insecto al agua, no pasaba rasante ninguna golondrina con el pico abierto para cazarlo, nada rompía el espejo que reflejaba el nogal, el balcón, el tejado y las nubes que ya eran casi púrpuras. Oscureció rápidamente, un murciélago empezó a volar a trompicones, tuve que encender la lamparita de la mesa para seguir escribiendo y el teléfono no había dado señales de vida. Estaba solo, como quería, como otras veces, en aquel pueblo de carreteras sin pintar, en aquella casa rural sin wifi, sin recepción, de la que entro y salgo con mi llave. Elijo primeros de Septiembre, cuando muchos tienen que organizar la vuelta a clases, otros se matriculan en  gimnasios, escuelas de baile o de idiomas, otros empiezan a engancharse en colecciones de fascículos. Voy entre semana, buscando noches como la que llegó aquel día, de silencio absoluto, de ladridos de perros y cantos de cuco que se quedaban flotando en el ambiente, ni eso el aire movía.

Soy astrofísico. Paso esos días jugando más con las palabras que con las matemáticas, haciendo lo que no puedo hacer mientras trabajo, abandonarme a elucubraciones que no podría compartir con los colegas, porque se salen de lo académico y se adentran en lo personal. En el observatorio, y en el despacho, el universo es espectáculo distante y yo soy espectador atento, estudioso, que hace crítica objetiva. En aquel jardín me pringo, me subo al escenario y me desnudo como actor. Allí no soy yo el que piensa y el universo lo que es pensado. Allí, que yo piense es evidencia de que el universo piensa. Allí yo también soy universo.

Ya estaba negro el cielo, las nubes se debieron esfumar porque empezaron a aparecer estrellas. Dieron las diez en el reloj de la iglesia y, con las estrellas, se me aparecieron los huevos fritos con jamón que tocaba cenar en el bar del rincón de la plaza del pueblo. Antes de levantarme para irme, puse el cenicero encima de los papeles por si de pronto alguna ventolera pusiera todo patas arriba y apagué la luz.

Apareció entonces, de pronto, a mi lado. Puso a su gusto los cojines que yo no usaba, se sentó en el banco cerca de mí, subió los pies al asiento, se sujetó las rodillas con los dos brazos, apoyó la barbilla en las rodillas y mirando a lo lejos y hacia arriba dijo: ¡qué noche!

Ilustration_1_conversationEstaba descalza, como yo, le gustaría sentir las lanchas irregulares de pizarra del suelo, calentitas a esas horas.

Un planeta quieto en un universo negro salpicado de puntos de luz, dije en alto,  justo lo que estaba pensando, por lo bajo, cuando apareció.

Un planeta con dos vivos, un universo en desequilibrio termodinámico, dijo ella, palabras todas que muchas veces habían salido de mi boca pero nunca en esa reveladora construcción. Se dejó caer un poco hasta apoyarse en mí sin cambiar de postura y esperó callada sin mirarme.

Había enunciado una evidencia observacional de carácter cosmológico y al hacerme notar su hombro en el mío y su pelo en mi cara yo pude formular otra de carácter personal: era de verdad, no formaba parte del decorado que aquella tarde pareció pintado. Estábamos en interacción. Ella decía y hacía cosas que cambiaban mi estado. No era sueño o invención, era de este universo, yo no estaba hablando solo ni fantaseando sensaciones. Así que dejé de pensar que estaba pensando en alto y asumí que estábamos de conversación. Las estrellas calientan poco, o este universo es joven, o está en expansión, o varias de esas cosas a la vez, le dije sin atreverme a mirarla todavía.

Se incorporó, se giró hacia mí, extendió sus piernas a lo largo del banco encima de las mías, su brazo a lo largo del respaldo tocando mi espalda y mirándome con una chispa de descaro, de desafío y de picardía, todo eso noté en la mejilla, soltó muy ceca de mi oído: admito las tres posibilidades pero para elegir me falta un dato.

Se había puesto a jugar  a los enigmas, ese juego de sobremesa, de café y pipas de agua para grupos de amigos. Giré la cabeza, me enganché a sus ojos y no pude pestañear mientras le daba la pista que ella ya sabía, la que quería oírme decir, tienes razón, que está lleno de una radiación uniforme, muy fría, resto de un estado primitivo muy caliente.

Entonces es que está en expansión, dijo muy deprisa, con cara de satisfacción, como quien acaba de resolver el misterio y como si hubiera alguien más que pudiera pisarle la solución. ¿A que es eso?, me preguntó. , le contesté. Pero como a mí me gusta joven, me parece que lo es, porque lo veo atractivo, vigoroso, con futuro, elijo joven en expansión, añadió.

Ilustration_2_conversation_luna_crecienteEso hace posible su desequilibrio y su historia, dije para darle pie a que ella dijera, eso hace posible que estemos tú y yo aquí. Y ella lo dijo.

Me acerqué, rocé su nariz con la mía, la besé, llevaba no sé cuánto tiempo deseando hacerlo. Ella hizo que el beso durara mucho porque deseaba que fuera así.

Luego nos abrazamos y cuando tenía mi boca en su oído le dije, muy bajito, pones luces en la noche pero sigue siendo oscura. Noté su aliento cuando contestó, paradoja de Olbers, paradoja de estar vivos.

Abrí los ojos en cuanto la luz del sol empezó a verterse por el horizonte, a manchar la noche, a cegar la visión del universo. Seguíamos abrazados todavía, benditos cojines del banco. Al mirarla abrió los suyos. Tardó un momento en reaccionar. Sin decir nada, se incorporó, me peinó con sus dedos, pasando las manos desde las sienes hasta el cogote, las bajó hasta envolverme la barbilla, el maxilar y los pómulos, las dejó así mientras quitaba sus piernas de encima de las mías, puso los pies en el suelo y se levantó. Me acariciaron la cara las puntas de sus dedos hasta que me abandonaron para seguirla cuando se fue.

Me quedé quieto en el banco y yo tampoco dije nada. La claridad me embota, me paraliza. Salió el sol y me puse a esperar que se apagara, que llegara otra vez la oscuridad. Sufría,  por un lado, la sensación de que algo importante se me había escurrido entre las manos cuando estaba a punto de atraparlo. Me alegraba, por otro, de que se me hubiera escapado, de que la posibilidad no hubiera colapsado en realidad, de que pudiera soñar con otras conversaciones. Recuerdo que pensé, como en otros amaneceres inoportunos que interrumpieron exploraciones nocturnas de descubrimiento sobre mesas llenas de papeles, ordenadores y monitores, mañana será otra noche. Me di cuenta de que tenía hambre y me fui a desayunar.

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