


Estaba terminando la última reunión del curso anual de nuestro círculo literario, la que completaba el número que marca, por imperativo fundacional, el primo asimétrico sagrado. Desde la presidencia de la mesa oval que nos acoge, celebraba el maestro el rito de clausura, que incluye por norma el estímulo de la perseverancia en la escritura hasta el comienzo del curso siguiente.
Para el aspirante a escritor, decía, la disciplina es tan necesaria como para quien, a causa de algún percance, estuviera en silla de ruedas, necesitado de rehabilitación, y aspirara a librarse de ella algún día. Nadie ha hecho todavía el milagro de convertir en escritor a un aprendiz diciéndole tan solo, con la voz profunda que conviene al caso, Lázaro, levántate y escribe, sin lazarillo. Mejor sería decirle, Lázaro, no hay milagros, atajos ni recetas, pero lee mucho y escribe asiduamente. Y si llegaras a creer que levantarse de la silla es imposible, no dejes de intentarlo.
Puso entonces encima de la mesa un montoncito de cartulinas amarillas del tamaño de las tarjetas de visita. Tienen escrita una sola palabra, nos dijo, la misma en todas, y están puestas boca abajo para que la palabra no se vea. Id pasando el montón, coged una cartulina cada uno y leed la palabra sin decirla. Circuló el montoncito viajero en el sentido contrario al de las agujas de un reloj que las tuviese, cogimos la cartulina que nos tocaba y le dimos la vuelta protegiéndola como tahúres, para que nadie nos la viera. Era un gesto absurdo, porque aquel era un mazo de cartas iguales, pero la situación era tan teatral que nadie se atrevía a romper su magia.
Callad esa palabra, dijo el maestro cuando consideró oportuno acabar con el silencio y la expectación. Lo necesita, está muy manoseada. No la uséis en vuestros próximos siete relatos. Eso es imposible, se le escapó a alguien que vino a decir lo que los demás también pensábamos. Pues entonces no dejéis de intentarlo, disparó el maestro ese dardo estimulante, lo tenía sin duda preparado, e hizo blanco, a juzgar por los respingos de nuestras expresiones. Conseguido lo que se había propuesto, extendió un ligero bálsamo sobre nuestras escoceduras: Si os vierais muy apurados en el cumplimiento del silencio reparador que precisa esa palabra, ponedla en boca de algún personaje vicario, que nadie es responsable de lo que digan los demás, sentenció antes de despedirse, darse la media vuelta en su sillón motorizado y desaparecer con él por la puerta que tiene la sala a espaldas de la presidencia de la mesa oval, la que da acceso directo a la red de pasadizos secretos que conectan los nodos de la cultura en la ciudad.